El debate de estos días en torno a las reuniones sostenidas por algunos ministros de Estado con privados por gestión de un conocido lobbista demuestra, entre otras cosas, la importancia que tiene para el país contar, desde marzo de 2014, y pese a las reticencias, con una Ley de Lobby (nº 20.730). Esta puede estar aún lejos de ser perfecta, pero de todos modos representa un primer esfuerzo para separar las actividades de gestión de intereses particulares ante las autoridades, tan necesarias en un sistema político pluralista y democrático, de las conductas reprochables, como el tráfico de influencias y el cohecho.
La legislación del lobby debe ser entendida como una oportunidad para los sujetos activos (lobbistas) y pasivos (autoridades), que da garantías a ambas partes y a toda la sociedad. A los primeros, pues formalizan su petición de audiencia en la plataforma de lobby, tienen derecho a recibir una respuesta en un acotado plazo de tres días hábiles y pueden exigir igualdad de trato. A las autoridades, al permitirles canalizar el interés de los distintos actores y escuchar una diversidad de opiniones en el ejercicio de su función. Y la sociedad, en tanto, se ve beneficiada por un mecanismo de participación a través del cual conoce y ejerce control ciudadano sobre la trazabilidad de los procesos decisionales públicos.