[COLUMNA] Parricidio, cuidados e inimputabilidad, por Juan Pablo Castillo y Victoria Martínez

Publicada en El Mercurio Legal

El 24 de septiembre pasado, en la ciudad de Modena (Italia), Lorenzo Carbone (50 años) confesaba ante las cámaras de televisión, que se apostaron afuera de su casa, que había matado a su octogenaria madre. Su rictus era incontrovertiblemente el de una persona desorientada y, al mismo tiempo, conmovida: declaró que desde hace un buen tiempo no lograba tener el control de los cuidados que su madre demandaba derivados de la demencia y el Alzheimer que padecía. Luego de haberla estrangulado, deambuló toda la noche, calificó el hecho como un “instinto”, que no resistía más y que, en definitiva, no sabía por qué lo había hecho. Las imágenes culminan con Carbone rompiendo en llanto y aceptando la sugerencia de la prensa de llamar a la policía para tomar su declaración y eventualmente detenerlo.

Este dramático caso, cuyos contornos guardan similitudes con otros tantos que se han dado en nuestro país, revela la precariedad de las personas que cuidan de otras por razones afectivas y/o parentales. Quienes cuidan de manera informal no cuentan con capacitación técnica o profesional para enfrentar las dificultades de esta tarea. Más aún, usualmente se ven forzadas a cuidar a costa de su propia salud física y mental.

La soledad y precariedad del cuidado informal es un drama cotidiano que, cada cierto tiempo, sale del mundo privado y familiar por casos extremos como el de Carbone. El problema, sin embargo, es que aunque parezca invisible, la forma en que actualmente organizamos los cuidados impone una carga desproporcionada en las personas cuidadoras, en su mayoría mujeres. La estructura social, jurídica y hasta económica supone que las necesidades de cuidado de las personas más vulnerables serán satisfechas, privadamente, por sus familias. Esta organización entra en crisis con el sostenido envejecimiento de la población, la incorporación de las mujeres en el mercado formal del trabajo y la diversidad de formas familiares.

La crisis del cuidado, que solo se profundizará en el futuro, deja a menos personas disponibles para cuidar, en familias cada vez más pequeñas y envejecidas. Si el Estado y la sociedad no son corresponsables, el drama de las personas que cuidan, aisladas y sin recursos, será más frecuente. Por ello, varios países de América Latina han diseñado políticas públicas integrales para resguardar los derechos y el bienestar de las personas que necesitan ser cuidadas y también de sus cuidadores.

En Chile, el proyecto de ley que pretende crear el Sistema Nacional de Apoyos y Cuidados (Boletín N°16905-31) tiene como primer grupo objetivo las personas con dependencia severa y sus cuidadores. Este grupo de cuidadores ha manifestado que sus mayores problemas son la vulnerabilidad económica, la escasez de tiempo y el desmedro a su salud física y mental. Hasta que esta política pública no sea aprobada e implementada eficazmente, quienes cuidan seguirán expuestos a una vida precaria.

En términos estrictamente jurídico-penales, la pregunta que cabe formular es si en un contexto como el descrito —complementado con la falta de cobertura estatal que se haga cargo de la salud mental de las y los cuidadores— debiera generarse responsabilidad penal, por ejemplo, mediante la imputación del delito de parricidio (artículo 390 CP).

Una respuesta afirmativa en tal sentido supondría descartar de plano las eximentes de responsabilidad penal que pudieran resultar pertinentes; en particular, la referida a la inimputabilidad del artículo 10 nº 1, reconociendo a lo sumo la atenuante de “obrar por estímulos tan poderosos que naturalmente provoquen arrebato u obcecación” (artículo 11 nº 5). Como se sabe, los términos de esta eximente han permanecido inalterados durante los ciento cincuenta años de vigencia del Código, lo cual ha sido posible gracias a una indispensable interpretación evolutiva, atenta a los avances de la psiquiatría, de los términos “locura” y “demencia”. Ante la necesidad práctica de aplicar preceptos que se valen de conceptos en desuso, pero cuya presencia es incontrovertible, el efecto producido ha sido que el enriquecimiento interpretativo resultante ha permeado a toda la eximente, incluyendo la referida a lo que la doctrina ha denominado “trastorno mental transitorio”, reconocida en el precepto bajo la forma de aquel “por cualquier causa independiente de su voluntad, se halla privado totalmente de razón”.

Nuestro Código penal, hijo de las concepciones psiquiátricas dominantes durante el siglo XIX, entendían las situaciones de inimputabilidad en términos exclusiva y excluyentemente psicopatológicos: el inimputable era solo aquel que por condicionamientos biológicos o desequilibrio morboso no era capaz de conducirse racionalmente. Gracias al avance en esta materia de la psicología y medicina psiquiátrica, de un lado, y al tránsito hacia un entendimiento normativo de la culpabilidad, de otro, se ha alcanzado el consenso de que la inimputabilidad no equivale necesariamente a enfermedad mental. Dicho de manera más sintética: la inimputabilidad derivada del trastorno mental transitorio no ha de ser homologada a la enfermedad mental, pues no todo estado de inimputabilidad supone que el sujeto sea un enajenado (basta pensar en niños, niñas y adolescentes), como tampoco toda enfermedad mental acarrea por sí sola la inimputabilidad del hecho.

En términos conceptuales, el trastorno mental transitorio se presenta cuando el sujeto experimenta una perturbación psíquica provocada por causas exógenas inmediatas que eliminan en él la aptitud de comprender el injusto del hecho y evitar su materialización; de este modo, su carácter episódico y fuente no psicopatológica constituyen las principales diferencias que tiene con la enajenación mental en sentido estricto. En buena parte de los casos –y pareciera que el descrito al inicio de esta reflexión responde a ese patrón–, suele estar presente una serie de condiciones patológicas previas de la víctima, donde la perturbación halla terreno fértil y facilita su verificación. Precisamente lo anterior explica que, en nuestro país, desde el entendimiento normativo de la inimputabilidad, se exija una evaluación del efecto psicológico que efectivamente se haya producido en el sujeto. Conforme a este paradigma, nada impide que determinados fenómenos emotivos o pasionales alcancen un grado que anule (y ya no simplemente atenúe) el entendimiento. Esto lo que ocurre tratándose de la ira, especialmente cuando se desata en contextos de tensión sostenida, originando reacciones primitivas en que la conducta se desencadena como el impulso de un shock emocional violento. Lo notable de este progreso conceptual consiste, por ende, en que la exención de responsabilidad penal ya no queda reducida a las emociones depresoras o paralizantes de la conducta (paradigmáticamente: el miedo), sino también aquellas que se traduzcan en la causa psicológica de formas violentas, como la ira o el ardor combativo.

Este cuadro perfectamente puede ser el de quien tiene la responsabilidad de cuidar de alguien que se deteriora progresivamente, careciendo de herramientas, formación y apoyo externo; en definitiva, de quien, por la coyuntura que atraviesa, está socialmente aislado. Dicho en términos psicoanalíticos: la reacción homicida puede responder a una supercompensación de una individualidad insegura. La evidencia criminológica enseña, en fin, que en muchos de los llamados delincuentes pasionales la explosión afectiva está precedida por una larga historia de conflictos íntimos, desaliento, frustración o graves conflictos familiares.

Carbone no sólo mata físicamente a su madre, sino a la fuente de opresión que opera en su inconsciente. Considerando que las tareas de cuidado, altamente demandantes, suelen empobrecer una correcta integración social, es muy probable que, al momento de los hechos, tras la protesta interior, la rebelión personal y la ira desatada, Carbone haya reconstruido psicológicamente su padecimiento y que ésta se haya apoderado rápidamente de su conciencia hasta alcanzar su cénit con la rabia. Si, conforme se ha estudiado por parte de la psicología, el pánico es la forma más intensa del miedo, la rabia es la manifestación máxima de la ira. En ambas el individuo no sabe lo que hace, deviene un mero espectador de sus actos, los cuales son impulsados por fuerzas que surgen inopinadamente de su interior y pueden llevar hasta el homicidio. Se trata, en definitiva, de una emoción sobre la cual no se tiene dominio, una especie de arma que se dirige sola sin necesidad de una mano que la manipule, teniéndonos sujetos y no dejándose gobernar.

Este caso pone de manifiesto cómo la estructura del Estado puede condicionar de manera importante la respuesta en un caso donde la inimputabilidad se juega, precisamente, en el aislamiento generado por la ausencia del Estado. La distribución de los cuidados como una tarea exclusiva de las familias, sobre los hombros de cuidadores/as que pagan los costos con su salud física y mental genera el ambiente propicio para que estos casos ocurran. La corresponsabilidad social sobre los cuidados es un asunto de justicia, que ante las situaciones descritas reviste carácter de urgente.