Publicada en Revista Mensaje
La revelación de que funcionarios públicos habrían viajado al extranjero mientras debían, supuestamente, guardar el reposo prescrito por licencias médicas ideológicamente falsas, ha adquirido protagonismo tanto en los medios de comunicación como en nuestras conversaciones privadas. Aquello no es de extrañar. Basta con observar sus componentes más llamativos: conductas a las que se asocia responsabilidad jurídica (penal, administrativa y civil), vulneración de normas de ética médica y funcionaria, e, incluso, un remezón a nuestras formas de ser (no nos sorprende demasiado que todo esto haya ocurrido, más allá de la indignación que, a muchos, provoca).
Dado que se trata de un asunto en desarrollo, no estamos aún en condiciones de evaluar su magnitud. Suponemos que hay casos no detectados y, por el contrario, algunos entre los más de 25.000 ya informados podrían, eventualmente, ser excluidos del listado. Con todo, lo que hasta ahora se sabe es suficiente para abrir un espacio de reflexión. En lo que a esta columna concierne, el foco de atención estará en la conducta de los funcionarios que solicitaron licencias médicas y que, durante su vigencia, viajaron al extranjero. Por supuesto, la gravedad del asunto no camia mucho en el caso de viajes dentro del país o de la realización de otras actividades equivalentes, conductas que, de seguro, pronto también saldrán a la luz. No me detendré en la conducta de los médicos involucrados, pues allí el fuerte reproche del que son acreedores no parece admitir mayores matices.
Dada mi formación como abogado, el caso me resulta de especial interés por el modo en que nos invita a reflexionar sobre dos cuestiones de interés público, esto es, como concebimos las relaciones entre la ética y el derecho, y cómo hacemos depender la fuerza obligatoria de las normas de su eficacia.