Chile atraviesa una crisis muy profunda de legitimidad del Poder Judicial. La remoción de una ministra de la Corte Suprema por hechos vinculados al tráfico de influencias es la muestra gráfica de la situación actual pero que en absoluto consiste en una circunstancia aislada.
Desde hace muchos años, una gran cantidad de estudios y encuestas arrojan que la confianza de la sociedad en el sistema de justicia es sostenidamente baja. El último de ellos, divulgado en julio de este año por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), refleja que tan solo el 25% de la población chilena tiene una confianza alta o moderadamente alta en los tribunales y el sistema judicial. Algunas resoluciones adoptadas por los tribunales en casos mediáticos, sea en materia cautelar o para poner término a esas causas penales, han generado desconcierto y cuestionamientos en la ciudadanía, por parecer manifestaciones de un trato desigual o privilegiado de ciertas personas. Por otro lado, la respuesta institucional a esta realidad es exclusivamente normativa, incrementando los tipos penales y su penalidad, y limitando cada vez más la ponderación judicial, sin visualizar otro mecanismo idóneo para legitimar el sistema de enjuiciamiento penal.
Estos hechos reafirman que el conjunto de políticas judiciales impulsadas e implementadas en los últimos veinticinco años en el país se han convertido en reformas insuficientes para garantizar la independencia judicial y, en efecto, dotar de mayor legitimidad al Poder Judicial.
Más allá de describir estas malas noticias, entendemos que se vuelve necesario trabajar en una agenda que repiense la estructura de funcionamiento del Poder Judicial y se haga cargo de las urgencias en torno a la ya minada confianza en la institucionalidad judicial formal. Para ello, a su vez, es necesario abordar esta agenda sin prejuicios sobre las distintas opciones posibles pues la urgencia de la situación amerita un debate serio y sobre la base de datos concretos. Es claro que no se pueden seguir impulsando políticas judiciales sin fuentes de respaldo.
En este sentido, entendemos que Chile debe darse una discusión sobre la regulación del juicio por jurados para un número reducido de casos, asociados principalmente a los hechos de mayor connotación e impacto social. La experiencia comparada, debidamente documentada, exhibe que la decisión de los jurados sea esta condenatoria o absolutoria, genera un grado relevante de credibilidad y legitimidad en la comunidad. Las razones de lo expresado, las encontramos en que los ciudadanos que integran un jurado, al no estar vinculados de manera directa con el aparato estatal, están dotados naturalmente de una mayor autonomía e independencia a la hora de decidir y, sus sesgos o prejuicios de existir, son debidamente controlados, a través del riguroso proceso de selección de los integrantes del jurado, o con el reconocimiento de la posibilidad de cambiar el territorio jurisdiccional en el cual deba desarrollarse el juicio. Colabora también a su mayor independencia el hecho de que ordinariamente un ciudadano integrará un jurado solo una vez en su vida.
Esta no es una idea aislada, sino que responde a los últimos estándares marcados por la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en esta materia. En un fallo del año 2018 (“V.R.P., V.P.C. y otros vs. Nicaragua”), la Corte estableció de manera categórica la validez convencional del veredicto general del jurado clásico, del voir dire (la audiencia de selección de jurados), de las instrucciones de derecho del juez, de la comprobación del veredicto unánime y de la íntima convicción del jurado como método de valoración probatoria.
En nuestra opinión, el juicio por jurados no es un punto de llegada, sino que, por el contrario, es un punto de partida para fortalecer el sistema de justicia penal y en efecto reconectar a una ya desencantada sociedad con las instituciones llamadas a resolver a sus conflictos.