Columna publicada en La Tercera
El intercambio de mensajería conocido estas semanas mantiene el foco en el supuesto tráfico de influencias que habría acontecido con el nombramiento de jueces y otras autoridades, especialmente de las altas magistraturas judiciales. Este asunto, tiene directa relación con la independencia judicial y revela la imperiosa necesidad de efectuar reformas constitucionales o legales.
Las reformas que se han propuesto desde hace unas décadas se han orientado a plantear soluciones al problema del gobierno judicial, es decir que las decisiones que afectan a la carrera de los jueces, como su nombramiento, remoción y régimen disciplinario, se radiquen en un órgano distinto a los tribunales superiores de justicia. La necesidad de un cambio en la materia, asunto que tensiona la independencia judicial interna, es compartido por la Corte Suprema, la asociación de magistrados, la academia e incluso las propuestas constitucionales rechazadas. Ello ha supuesto barajar que un órgano externo al Poder Judicial, tal como un Consejo de la Magistratura, tenga a su cargo aquellas funciones de las cortes de alzada que no son estrictamente jurisdiccionales.
Sin embargo, el problema que se ha hecho evidente recientemente es distinto y radica en que el actual proceso de nombramiento de jueces se observa como opaco y permeable a las influencias políticas. Estas dimensiones se suman al antiguo tema del gobierno judicial y se relacionan con la arista externa de la independencia judicial.
Actualmente el Presidente de la República nombra a todos los funcionarios del Poder Judicial. Esta facultad del Presidente se contrapesa, en el caso de los ministros de la Corte Suprema, con la aprobación o rechazo del Senado del candidato que elija el gobierno de entre una quina propuesta por el máximo tribunal. La crítica no solo se centra en la mencionada preeminencia de las potestades presidenciales, sino en que el quórum de dos tercios con que el Senado debe aprobar su propuesta sería un terreno propicio para el llamado cuoteo político.
Situados ante una eventual reforma al sistema de nombramiento de jueces, un factor a considerar es el margen de discrecionalidad que corresponde a los órganos intervinientes. Cualquier participación de la Corte Suprema, del Presidente de la República y del Senado ha de ser consistente con el principio de independencia judicial. Un sistema de nombramientos respetuoso de este valor republicano no debe tender a recompensar los contactos políticos, sino la idoneidad, el mérito y la integridad de aquellos que resulten escogidos. La selección de los magistrados debe asegurar que quienes son designados no sean deudores de favores, ni con quienes los nombraron ni con quienes, supuestamente, incidieron en sus nombramientos. Solamente así, cuando fallen un caso concreto, podrán decidir con independencia e imparcialidad.
Cualquier duda sobre la independencia judicial pone en riesgo el Estado de Derecho. Esta afirmación no pretende ser dramática ni exagerada. La independencia judicial es esencial para el ejercicio de la función jurisdiccional, es una garantía del debido proceso y es central para que un juez falle conforme a Derecho sin injerencias indebidas de particulares ni de otros órganos estatales.