[COLUMNA] Tomarse en serio el Derecho Penal (del Trabajo), por Juan Pablo Castillo

Columna publicada en El Mercurio Legal

La norma contenida en el tipo penal del artículo 472 bis del Código Penal (CP) —fruto de la reforma introducida por la Ley 21.595 de 2023— castiga penalmente a quien emplea a otra y paga una remuneración manifiestamente desproporcionada a la baja. Esta disposición, que parece del todo razonable respecto de su propósito (evitar abusos en relaciones por definición desiguales, como son las laborales), plantea, sin embargo, un asunto cardinal para el Derecho Penal moderno: el alcance de la llamada subsidiariedad del recurso punitivo frente a otras disciplinas del árbol jurídico.

En efecto, la mera introducción del precepto supone responder negativamente la pregunta de si existen otras ramas del ordenamiento menos invasivas para la libertad humana que sean más eficaces para contrarrestar cierto fenómeno. Dicho de manera más directa, si acaso el Derecho del Trabajo ha ya demostrado ser inocuo para contener la práctica en cuestión.

A pesar de la crisis global de la actividad sindical, promovida por las características adoptadas por el trabajo contemporáneo, y las prioridades existenciales del trabajador moderno, el Derecho del Trabajo chileno cuenta con una institucionalidad medianamente robusta (tribunales especiales y entes administrativos encargados de la fiscalización) como para creer que el tipo en cuestión responda a una suerte de “llamada de auxilio”. La norma, antes bien, apunta a casos en que la relación laboral es sustancialmente informal, situada al margen del control estatal lato sensu. De esta conjetura se sigue, por tanto, que la disposición tampoco buscaría satisfacer el propósito comunicativo de que la sociedad admita la posibilidad de ver al empleador (también) como un delincuente común y ya no como un mero infractor administrativo incapaz de cometer de delitos.

Teniendo, por ende, claridad respecto de la fenomenología a la que el precepto apunta, la pregunta referida a la subsidiariedad vuelve a adquirir pertinencia y, asumiendo que dicho umbral se cumpla —“se trata de una lesión intensa a un bien jurídico especialmente importante”—, la solución es igualmente insatisfactoria. Pues bajo la etiqueta de síntesis “explotación laboral” quedan comprendidas hipótesis que ciertamente van mucho más allá del pago desproporcionadamente bajo; piénsese tan solo en el trabajo que se emplea sin las mínimas condiciones de higiene y seguridad o la contratación de migrantes irregulares. En uno y otro caso, el tipo penal no resultaría aplicable si, pongamos por caso, el empleador paga por una actividad una cifra conforme el precio de mercado y/o igual o por sobre el sueldo mínimo, pero desarrollada en condiciones groseramente insuficientes en términos de seguridad, idóneas para poner en peligro la vida, salud o integridad física del trabajador.

El tipo penal soslaya que el trabajo puede significar una dimensión esencial de la vida del trabajador, indispensable para el desarrollo de una existencia libre y digna. Por eso no extraña que, al regularla de manera conjunta a la usura, la interpretación de lo que ha de entenderse por explotación laboral tienda a favorecer lecturas que la reduzcan a la mera afectación patrimonial para la víctima.

Que algo tan evidente como esto haya pasado desapercibido para el legislador es indiciaria, en definitiva, de la superficialidad con que la cuestión de la subsidiariedad fue afrontada.

Es por ello que, a diferencia de otras realidades, en nuestro medio es inviable hablar de una relación consolidada entre Derecho Penal y Derecho del Trabajo con manifestaciones positivas en el seno del ordenamiento. Este estado de cosas, con todo, es plenamente coherente con el parco espacio que a nivel de fuentes primerias (i.e. la Constitución Política de la República) tiene, de un lado, el trabajo como actividad y, de otro, el trabajador como agente clave de la comunidad política. La viabilidad de cualquier cambio en esta materia tiene acá su fuente de legitimidad.